#cuentosdeNavidad
El invierno vestía con un manto blanco que lo protegía de las gélidas noches de diciembre. Árboles engalanados que lucían sus mejores trajes de fiesta, mientras las carcajadas de la muchedumbre ataviada con multitud de adornos navideños me perforaban los tímpanos.
Bajé del coche y respiré hondo. El intenso olor a leña y a castañas asadas inundaron mis fosas nasales. Reconocí ese aroma al instante. Apenas conseguía recordar los años que llevaba sin regresar al barrio que me vio crecer. Pero esa bocanada hizo que el tiempo se detuviera, y que por un momento, no solo regresara a aquel lugar, sino que volviese a ser aquel niño inocente que creía en la magia de la Navidad.
Ahora, con la piel más arrugada y unas cuantas canas de más, había aprendido que la Navidad no es más que un viejo truco de ilusionismo en el que nada es lo que parece. Supongo que esa era la razón por la que llevaba tantos años sin visitar a mi madre, pero esta pandemia me había enseñado que no se pueden posponer las cosas, y que el mañana quizá sea demasiado tarde.
Así que, en un acto de valentía y de responsabilidad, decidí dejar de buscar excusas y enfrentarme a mis miedos.
Allí permanecía impasible, reencontrándome con ese niño que debí dejar abandonado en alguna parte de mi abrupto y pedregoso camino vital, con un ramo de rosas en la mano y una mochila cargada de disculpas, que con seguridad, eran los regalos que mi madre llevaba esperando durante todo este tiempo.
A mi madre le encantaban las flores. Cuando era niño, el patio de mi casa era una especie de jardín del Edén a escala doméstica.
Miré a mi alrededor. Los puestos de venta de algodón de azúcar y de adornos navideños situados estratégicamente en las calles principales. Los años parecían no haber pasado. Los mismos olores de antaño. Sin embargo, para mí, el tiempo había transcurrido lento, como una larga condena.
«Es el aroma de la nostalgia», pensé.
Caminé por una de las calles secundarias hasta que encontré el lugar que buscaba. Una puerta pesada y metálica me daba la bienvenida. Su interior, tal y como lo recordaba, estaba repleto de flores. Avancé unos pocos metros por aquel lugar impregnado de malos recuerdos. En mi lento caminar, comencé a reprocharme mi comportamiento. El sentimiento de culpa me ahogaba.
«Aquí es», me dije. Estaba nervioso, como quien se enfrenta a una primera cita.
De repente, una voz firme me sacó de la vorágine de malos pensamientos en los que me hallaba inmerso.
—Ya es hora de que te dignes a venir a ver a tu madre. Llevo años esperándote...
No pude contestar. Ni siquiera fui capaz de pronunciar un tímido «lo siento». Apesadumbrado, bajé la mirada hasta que una lágrima brotó de mis vidriosos ojos.
Tragué saliva y contuve la respiración.
Tras unos segundos en la más absoluta quietud, me agaché y saqué de mi mochila una botella de champán y dos copas de cristal.
—Feliz Navidad, mamá…—acerté a decir con lágrimas en los ojos.
—Has cambiado mucho desde la última vez que estuviste por aquí, pero sigues teniendo la misma mirada de aquel niño desconsolado que se marchó entre lágrimas y que nunca más regresó.
Sus palabras fueron puñales afilados que se clavaron en lo más profundo de mi alma. Rompí a llorar en un sollozo ahogado.
Acto seguido, dejé sobre la lápida de mi madre el ramo de rosas que llevaba y un buen reguero de disculpas, prometiéndole que a partir de ese día, todos los años celebraríamos juntos la Navidad, y que nunca más echaría en falta la compañía de su único hijo en un día tan señalado como este.
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